No es solo cosa de oprimidos

Publicado en: ABC
No es solo cosa de oprimidos

Una de las teorías sociales más fecundas, en términos de su potencia explicativa de nuestro presente, es la teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas. Ella define la verdad en concordancia con el espíritu de nuestra época: la verdad no se halla en un plano ideal al que tengamos que acceder ni es algo establecido de un modo permanente o absoluto, sino que es un resultado social, dependiente de la acción comunicativa del grupo de personas a quienes esa verdad afecte en su interacción. Es, en el fondo, una versión actual de la teoría de Peirce –otro gran teórico que aún nos influye– para quien la verdad es la opinión que surge del acuerdo de los que la investigan.

Esta concepción, que explica muy bien muchos procesos prevalecientes en el mundo, aplica esta misma noción de verdad al ámbito de la acción, de tal modo que la verdad acerca de un conflicto social se concibe como aquella que surge de un acuerdo racional alcanzado, mediante argumentación en condiciones de reciprocidad, por los sujetos que se hallan implicados en el problema en cuestión; aquellos a quienes les concierne y atañe. Tanto es así que, por muy verdadera que sea una proposición relacionada con una cuestión práctica, carece de validez si no merece el reconocimiento de los actores involucrados y si no logra un consenso racional por parte de las partes que están directamente vinculadas a ese problema.

Y bien, se da el interesante fenómeno de que estamos asistiendo, cada vez con mayor claridad, a un cambio paulatino de este paradigma: los grandes movimientos sociales y de masas que manifiestan públicamente una determinada pretensión de verdad (para usar el término habermasiano) en la interacción social están siendo protagonizados también por personas ajenas a esos problemas; personas que no se hallan afectadas y apeladas de un modo directo. En la causa del feminismo, por ejemplo, los hombres toman cada vez más la delantera; en la causa del ecologismo, las protestas y reivindicaciones tienen cada vez mayor fuerza e intensidad en las sociedades menos afectadas por el impacto de la degradación medioambiental; en las recientes movilizaciones contra el racismo, hemos sido testigos de otro tanto.

No se trata, ciertamente, de un fenómeno completamente nuevo ya que las protestas contra la guerra del Vietnam, las causas saharaui o palestina y otras reivindicaciones notorias han sido también objeto de movilización por parte de poblaciones distantes. El cambio es de intensidad y de número, más que de estricta novedad. A pesar de que posmodernos multiculturalistas podrían tachar a este fenómeno de apropiación cultural, lo cierto es que tiene implicaciones éticas de primera magnitud.

Sin devaluar un ápice el gran avance realizado en términos de evolución moral colectiva (la ampliación del círculo de la solidaridad, en palabras de Darwin), entristece observar las dificultades que todavía entraña llegar a entendimientos racionales en circunstancias de polarización desmedida.

Para ello es perentorio que se incremente mucho más esta conciencia colectiva de que eliminar los prejuicios identitarios (de género, nación, etnia o clase) no compete ni sólo al grupo-ideal oprimido ni sólo al grupo-ideal opresor (según expresión de Max Weber). El mundo en el que vivimos es uno plagado de males así como de potencialidades latentes. Superar las calamidades y los desafíos en ciernes, y liberar los poderes y capacidades en latencia requiere el concierto y la participación de todos los humanos, estén o no afectados directamente por cada problema. Los grupos privilegiados, que en ningún caso son homogéneos, tienen la oportunidad y el deber históricos de contribuir a empoderar a los grupos excluidos para trabajar, en condiciones de igualdad, por un mundo mejor; a su vez, los excluidos —una categoría que condensa una infinidad de variantes— quizá deban estar dispuestos a utilizar esos poderes para construir nuevas pautas de relaciones en las que haya espacio para el perdón, la liberación del odio y la exploración de una nueva identidad lejos del victimismo. En otras palabras, los derechos de los oprimidos se han de hacer valer; pero sería un acto de magnanimidad usar esos derechos para promover el interés colectivo en lugar del propio como hicieran insignes figuras como Nelson Mandela.

He ahí un desafío histórico que exige la revisión de la noción de identidad en una sociedad global. El reconocimiento sofisticado de la unicidad del género humano, incluyendo la sensibilidad hacia nuestra gran diversidad y las opresiones históricas de ciertos grupos, puede ser un potencial horizonte de esperanza en plena pospandemia.

Arash Arjomandi es profesor de Ética en la UAB y Sergio García de Sociología en el Institue for Advanced Social Research (UPNA)

 

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